Pero qué hago yo aquí

30.3.06

enfermedad. o cómo echar de menos a tu madre mucho

El sábado por la noche mi garganta empezó a inflarse. Parecía como si mis anginas tuvieran una 105 de pecho (y ni tengo anginas ni tengo pecho). Pero trabajaba tan concienzudamente que no me di cuenta de lo que ocurría hasta que el domingo por la mañana, horror. Estaba enfermo. Mareo, fiebre, dolor de pecho, garganta hinchada…

Así llevo desde entonces (hoy es jueves). Debo decir que me están cuidando muy bien, me traen medicinas, me hacen la comida… me están mimando mucho. Pero yo no paro de llamar a mi madre. Y, bueno, ella tampoco para de llamarme a mí. Me encantaría que pudiera cuidar de mí como cuando era diminuto, y a ella también le gustaría poder hacerlo…

De pequeño me decían que era la viva imagen de mi madre. De hecho a mi hermana le encantaba coger a escondidas sus gafas de sol y ponérmelas para corroborar su teoría de que las madres y los hijos con las mismas gafas de sol son iguales. Mi madre estaba siempre muy preocupada por nosotros y nosotros por ella (mi madre es mi madre y mi padre, madre y padre de primera). La obligamos a que dejara de fumar y la animábamos a que se echara novio (aunque siempre tenía muy mala suerte la pobre). Trabajaba muchísimo, hasta hace unos años siempre ha trabajado muchísimo, tanto que se perdió muchas de las cosas que yo vivía. Pero empezó desde cero y acabó dándonos a mi hermana y a mí un nivel de vida muy bueno, y esa es una de las razones por las que la voy a admirar siempre.
Claro que no todo ha sido siempre color de rosa entre nosotros. Yo siempre he sido cabezón e inconformista y nunca me han gustado las cosas que le suele gustar a la mayoría. Así que en ese sentido nos hemos educado mutuamente, ella me daba un ejemplo a seguir y yo le intentaba enseñar a ser más flexible con las vidas cercanas pero ajenas como, por ejemplo, la mía. Además, la vida se lo ha puesto muy duro y ha estado demasiados años sola (o mal acompañada, que es incluso peor). Por eso mi hermana, mi madre y yo siempre nos hemos cobijado mucho entre nosotros tres, porque a veces no teníamos a nadie más en quién confiar.
Ahora Antonio está con ella y la cuida y la quiere. Y yo estoy feliz de que así sea, porque se lo merece. Desde que ya no vivo con ellos les conozco incluso mejor.

Ahora mi madre no trabaja y yo sí, pero todo sigue igual. Hablamos por teléfono y yo sigo siendo un niño de cinco años que espera que su mami vuelva del trabajo para darle un achuchón. Y ella me sigue llamando a cada rato para ver cuánta fiebre tiene su hijo (pequeño). Anoche incluso estuvimos mirando vuelos para vernos este fin de semana… Y a algunos les parecerá ridículo, pero es que nos queremos mucho.

22.3.06

actos reflejos

Cuando me pongo nervioso aprieto mucho los dientes. Mucho. Tanto que mis encías hace tiempo que dejaron de resistir y sangran.
Aprieto los puños y las uñas se me clavan en la palma de la mano.
A veces tiemblo, pero no se me nota porque siempre me muevo mucho.
El estómago se me hace un puño de dos centímetros, pequeño Big Bang.
A veces se me guiñan los ojos de fijar tanto la vista. Y si lo que me pone nervioso tiene la forma de las palabras, releo (releoreleoreleoreleoreleo). A veces me da un tic nervioso en el ojo derecho.

No me gusta ponerme nervioso porque todo el cuerpo se empeña en hacer su golpe de estado personal.

Pero es que, a veces, no le queda más remedio.

16.3.06

dadá

23.1.05
Todo comienza una inocente tarde de domingo en el piso des Oignons. Estoy traduciendo tranquilamente (un poco desquiciado también) cuando, al soltar una bocanada de humo ciego, levanto la vista y la veo colgada, allí, tan quieta y tan perversa. Es una araña. Empiezo a sentir una terrible ansiedad y tengo que salir de la habitación. Me invade la idea de que debo hacer algo, coger algo, comer algo para sacar a la horrenda de mi cabeza (de mi habitación no puedo expulsarla) y me dirijo a la despensa, esa modesta pensión de ingredientes que siempre está dispuesta a calmar el hambre y lo que no es el hambre. En el tercer estante empezando por abajo, y siempre hay que empezar por abajo, reposan inocentemente las patatas de gamba como si de un sutil móvil de niños se tratara. Sobra decir que no puedo resistirme (ni siquiera las pagué). Vuelvo a mi habitación con la bolsa latiendo entre los dedos y la esperanza de volver a ser tan sólo un ser vivo en el cuarto, pero allí sigue, retándome sin la menor consideración hacia mis fobias. Abro la bolsa y miro el ordenador: se ha vuelto a apagar la pantalla. Última vez que compro un ordenador en una floristería. Intento concentrarme, con una mano en la bolsa y otra en la terapia ocupacional. Llevo cinco páginas traducidas y aún no sé qué demonios es eso de la terapia ocupacional. Menos mal que está nevando.

Sin darme cuenta me he comido las 99 centésimas partes de la bolsa, y mi estómago se oye desde la azotea. En ese estado latente en el que tu cuerpo empieza a quejarse pero tu cerebro tiene cosas mejores que hacer, les mando un mensaje con tono de canción de tuna a mi mujer postiza y a mi hija legítima (postiza también), y les pongo al corriente de que ahora somos cuatro en esta casa. Realmente no le hago ningún honor a Pèri. Es entonces cuando dejo mi cigarro sobre la mesilla y se cae, junto con mis tripas. Salgo corriendo al baño y saludo, una a una, a todas las pobres gambas que fueron antes gambas que patatas, pensando en las inconveniencias del premier prix. Han pasado demasiadas cosas en ese baño como para no ir al hospital, así que me planto allí y me ingresan por falta de elegancia. No me lo esperaba para nada, mis 29 ovejitas y mi lobo feroz son muy carismáticos, y así lo cree también el enfermero de la barbita de tres días. Además, el verde me sienta (muy muy muy) bien. La cama, eso sí, es una gozada. Cuando siente que tengo frío, me tapa con una manta roja, y si me siento triste me tapa con una verde.

Llevo dos días en esta cama y mi espalda se siente nueva, como una I. El enfermero de la barbita de tres (cuatro, cinco) días me ha estado cuidando, dice que los médicos pretenden tratarme con náuticos y jerséis de pico, pero esas medicinas las guarda en el trastero y en su lugar me trae libros de Mafalda y camisetas de Tim Burton. Es un sol.

De repente le veo correr por el pasillo y entrar en mi habitación con una exclamación en una mejilla y una interrogación en la otra. Nos entra tal ataque de risa (todo hasta ahora había sido una excusa para conocernos) que decido irme con él a la India, y cuando vamos a mitad de camino (las bicis son lentas) nos damos cuenta de que el pato que conocimos en el Caspio viene siguiéndonos, pobre, con la lengua fuera. Le damos un beso y lo subimos en el manillar, y ahora pato es Pato y vuela todo lo que quiere. En Cachemira conocemos a una señora muy mayor que nos da un reloj de arena para que se lo entreguemos a su hijo, que vive en la costa sur del país, y nada más llegar cumplimos el cometido. El hijo nos señala el camino al pueblo de Manta-Pradesh, donde curamos a un millón de enfermos a base de pequeños toques de la varita mágica que un gigante barbudo nos dio en Rumanía. Y aquello es tan azul que los tres decidimos, en petit comité y cigarro en mano, que nos vamos a quedar allí para siempre.

10.3.06

monochrome

La ciudad es sábanas que cuelgan en un patio interior, dos gaviotas que las esquivan y siete gatos que sueñan con poder alcanzarlas. Sirenas que desde tan lejos no parecen tan tristes. Colores del cielo que mueren demasiado pronto. Luces de edificios junto a un mar invisible. El primer tren que pasa bajo tierra o se abre camino entre mi almohada y mi cara. Vidas ajenas de tragaluz que me susurran en sueños. El sol desafiante a la hora del desayuno. El fondo blanco del editor de textos.

Mañana, por fin, voy a salir un rato.

4.3.06

ejercicio de violencia #1

Yo, que me creía tan pacífico, que soy un remanso psicológico de agua, que incluso dudaba de la existencia de horchata en mi sangre... me volví violento anoche.
Pensándolo friamente, la situación era propicia: concierto de un grupo de moda, en una sala de conciertos de moda y con un público cuya edad media era de diecisiete años y cuyo paradigma del arte de hablar era la palabra guay... además de tener un concepto nulo del espacio y una educación propia de llama andina. Sólo les faltaba sacar la lengua y escupir.
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Y allí me vi yo, rodeado de postpubescentes con dos copas de más y con más ganas de meterle el codo a alguien por el ojo que de ligar o hacer amigos o tan siquiera darse cuenta de que la sesión que mis queridos 2many estaban pinchando era bazofia. Y, bueno, todo resultó en un proceso interno que me llevó del más puro desquiciamiento a un auténtico regocijo en joder a los demás. A nadie que no me estuviera jodiendo, por otra parte, pero lo importante del asunto es que descubrí que puedo ser violento y meter codazos y disfrutar con ello como el que más. Sólo necesito un caldo de cultivo adecuado, y boom. Aluciné conmigo mismo y con lo imbécil que fue la gente. Pero sobre todo conmigo mismo...
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Imagino, y sé, que esto me va a pasar tan pocas veces en la vida que cuando me muera podré enseñarle a mis nietos con los dedos de una mano las veces que su abuelo se volvió perverso, pero ahora puedo afirmar que, desde dentro, la violencia es aún peor que vista con ojos ajenos.