trenes y luces de capa caída
Anoche a esta hora, y después de un día raro (por llamarlo de alguna forma), viajaba en un tren hotel para ir a un sitio que no me gusta a hacer algo que no me gusta. Y me salió caro, vaya si me ha salido caro.
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Al entrar en mi compartimento había un chico extranjero muy amable (y muy guapo, todo sea dicho) que sumaba puntos por momentos para ser candidato a Mago. Aún quedaban dos asientos libres y por un momento me sorprendí a mí mismo suplicando a San Martín del Higo Chumbo que no entrara nadie más a ocupar esos dos sitios. Me habría puesto mucho hacerlo en un tren. Pero los asientos se ocuparon. Primero entró un chaval tipo raspa (como yo) bastante gracioso pero con acento de Castellón (lo cual le restó bastantes puntos). Y por último llegó otro chaval tipo bakala valenciano, con unos ojos verdes y esquivos que electrificaban a todo lo que miraran. Lo cierto es que saqué muchas conclusiones absurdas de esas que me suelen venir a la cabeza cuando me quedo en la parra: 1) Los bakalas, sean como sean y hagan lo que hagan, tienen los mejores culos del mundo mundial. 2) Los tíos hetero se ponen nerviosos cuando están en una situación así con otros tíos (heteros o no). 3) La moqueta de los coche-cama de Renfe se merece un diez y cubriría toda mi casa con ella. 4) blablabla y qué bonito es viajar en tren de noche.
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Fue en un tren así, en un compartimento así, en una de esas camas donde alguien me llenó el pecho de aire comprimido por primera vez. Allí aprendí a jugar a los cíclopes. En ese microcompartimento donde nos metimos quince personas, alguien me dijo con una mirada que todo el tiempo del mundo se resumía en 3 segundos de iris y pupilas dilatadas y párpados que se resistían a caer por miedo a que todo se acabara.
Tardé 4 meses en perdonarle esa mirada. Y no creo que la olvide nunca.
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Al entrar en mi compartimento había un chico extranjero muy amable (y muy guapo, todo sea dicho) que sumaba puntos por momentos para ser candidato a Mago. Aún quedaban dos asientos libres y por un momento me sorprendí a mí mismo suplicando a San Martín del Higo Chumbo que no entrara nadie más a ocupar esos dos sitios. Me habría puesto mucho hacerlo en un tren. Pero los asientos se ocuparon. Primero entró un chaval tipo raspa (como yo) bastante gracioso pero con acento de Castellón (lo cual le restó bastantes puntos). Y por último llegó otro chaval tipo bakala valenciano, con unos ojos verdes y esquivos que electrificaban a todo lo que miraran. Lo cierto es que saqué muchas conclusiones absurdas de esas que me suelen venir a la cabeza cuando me quedo en la parra: 1) Los bakalas, sean como sean y hagan lo que hagan, tienen los mejores culos del mundo mundial. 2) Los tíos hetero se ponen nerviosos cuando están en una situación así con otros tíos (heteros o no). 3) La moqueta de los coche-cama de Renfe se merece un diez y cubriría toda mi casa con ella. 4) blablabla y qué bonito es viajar en tren de noche.
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Fue en un tren así, en un compartimento así, en una de esas camas donde alguien me llenó el pecho de aire comprimido por primera vez. Allí aprendí a jugar a los cíclopes. En ese microcompartimento donde nos metimos quince personas, alguien me dijo con una mirada que todo el tiempo del mundo se resumía en 3 segundos de iris y pupilas dilatadas y párpados que se resistían a caer por miedo a que todo se acabara.
Tardé 4 meses en perdonarle esa mirada. Y no creo que la olvide nunca.